Casi sin darse cuenta, pasa uno del marasmo de tráfico de Hanoi al océano de campos de arroz que se extiende hasta el horizonte en cualquier dirección. Es un descanso dejar que la vista se pierda sin fin por los inacabables arrozales, verdes y amarillos, salpicados de coloridas figuras humanas, bajo ese pequeño volcán de paja con que se protegen del sol (y de la lluvia) los vietnamitas. Los campos que nos rodean sólo se ven interrumpidos, más bien partidos, por la línea interminable de la carretera.
En la distancia, una larga cordillera de formas caprichosas pone un telón de fondo al paisaje. Al pie de las colinas, un pueblo sofocado por el mar de arroz que lo circunda, aprieta defensivamente sus casas como si temiera ser tragado por los tallos que lamen sus muros. Una nube horizontal, suspendida misteriosamente en el aire, impone el fulgor de su blancura sobre la policromía agostada de los arrozales.
Es como si Sorolla hubiera añadido la magia de su luz a un cuadro de Van Gogh. Me dicen que el pueblo se llama Van Son ('Nube en la montaña'). Nada que objetar, excepto que al atravesarlo encontramos la carretera completamente cubierta de gavillas de arroz secándose al sol como si fuera un era. Ni que decir tiene que el conductor dejó rodar su vehículo sobre la parva como si tal cosa, recordándome mi infancia en las trillas de Castilla.
No hizo falta ni preguntar. Al ver mi cara de asombro, el chofer se apresuró a explicarme que en Vietnam todo el espacio disponible es para cultivar arroz. Las calles de los pueblos y las carreteras son el único lugar donde se puede poner a secar la cosecha para que se desprenda el grano. A medida que avanzamos, lo voy comprendiendo. Hasta los mercados tienen que hacerse en los puentes con las vendedoras sentadas peligrosamente sobre los pretiles.
Dar de comer a setenta millones de personas no debe de ser tarea fácil. Finalmente, llegamos al importante pueblo de My Duc, donde se encuentra el puerto fluvial. A partir de aquí, muchos peregrinos continúan andando por la orilla del río, pero otros prefieren llegar a la Pagoda en barca. Los turistas que se animan a hacer esta excursión, lo hacen indefectiblemente en las ligeras chalupas de hierro que se apiñan en el embarcadero. El paseo de más de una hora por las tranquilas aguas del río que discurren parcialmente entre las paredes calizas de la montaña de Huong Tich es una auténtica delicia.
Las remeras son todas mujeres, cuyos maridos, hijos o padres fueron mártires que cayeron o resultaron lisiados durante la guerra de Vietnam. Aquí reciben un sueldo aunque no haya viajeros que transportar, mientras otros miembros de su familia cultivan la tierra o se dedican a la apicultura.
La Pagoda del Perfume es en realidad un complejo de pagodas, entre las que figuran Thien Chu (Pagoda que lleva al cielo), Ciai Oan Chu (Pagoda del Purgatorio), donde los devotos creen que las deidades purifican sus almas, curan sus sufrimientos y garantizan descendencia a las familias sin hijos. El corazón del complejo, sin embargo, es la cueva de Huong Tich, con trazas de haber sido habitada hace más de dos mil años. Lo malo es que se encuentra en lo alto de una colina, cuya subida resulta extenuante, sobre todo si el piso está mojado por las frecuentes lluvias.
Una vez en lo alto, uno se encuentra con infinidad de puestos de vendedores con recuerdos, estampitas, agua y comida, como en todos los lugares de peregrinación del mundo, budistas o no. Superada esta prueba, hay que descender una larga escalinata hasta la boca de la gruta, en cuyo interior se halla el sancta sanctorum, un sencillo altar donde los devotos se arrodillan y rezan con unción, dando lugar a escenas muy emotivas.
Subir la escalinata de regreso con lo que uno lleva encima obliga casi indefectiblemente a hacer un alto para reponer fuerzas en alguna de las mesas que ofrecen bebidas y alimentos. Pero ahí es donde te esperan los vendedores ambulantes para atosigar tu reposo con su infatigable insistencia. Paciencia, hermano. Tras descender por medios mecánicos y atravesar otra vez un sinnúmero de patios y pagodas y vendedores, la sonrisa de mi barquera al llegar al río me pareció el encuentro con el ángel seráfico que te da la bienvenida a las puertas del paraíso.
Poco puedo contar del viaje de regreso, excepto que fue un apacible trayecto río abajo (¿O fue río arriba? La verdad es que la ausencia de corriente me sume en la duda), disfrutando mucho de la belleza del paisaje y de la tranquilidad del entorno, ya sin peregrinos. Después, otras dos horas trillando arroz por los pueblos y carreteras del granero de Vietnam.
La excursión es muy agradable a la ida. Constantemente se están descubriendo cosas, atravesando pueblos interesantes, disfrutando de las labores del campo, etc. La vuelta, generalmente, se hace un poco cansada porque ya quedan pocas energías. Pero vale la pena el esfuerzo.
No imprescindible, pero muy recomendable es dar una propina a las barqueras. Son muy amables y hacen un trabajo muy duro.
Texto : Francisco López-Seivane en Ocho leguas
1 comentario:
Fantástico lugar y visita recomendada.
Un saludo
Vietnamitas en Madrid
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