"Boa Noite", me responde el señor Sonny Ockersz en el recibidor de su casa, dominado por unas indulgencias de Juan Pablo II. Anochece a una eternidad de Lisboa –al este de Sri Lanka. Estamos en Batticaloa –en territorio fieramente tamil- donde mejor se preservan los rescoldos de la lengua descargada por los navegantes portugueses hace cinco siglos en la costa ceilanesa. Milagrosamente, doscientas o trescientas personas siguen hablando aquí criollo portugués (a las que se suman algunas decenas más en Trincomalí y Puttulam). Ellos son los últimos burghers, una minoría euroasiática que fue influyente en el rompecabezas étnico de Ceilán, pero que ahora avanza a marchas forzadas hacia su extinción, como ya sucedió con los aborígenes de la isla, los vedda (aunque según algunos autores, subsisten algunos cientos de veddas, descaracterizados).
Hasta bien entrado el siglo XIX, todos los burghers (de origen portugués y holandés, aunque sucesivamente mestizados con nativas tamiles y cingalesas) hablaban criollo portugués. Pero hoy en día los que se identifican a sí mismos como "portugueses" son un subgrupo minúsculo, dentro del conjunto igualmente menguante de los burghers, que adoptaron masivamente el inglés durante el dominio británico. Y eso que en 1833, los británicos reconocieron su especificidad y les concedieron una autonomía. Aunque en algunos casos su piel sea tan oscura como la de un cingalés, la religión cristiana y, sobre todo, los apellidos (Dinis, Oudskorn, Martin, etc…) delatan a los burghers. Hasta hace poco, también el contraste de su indumentaria europea (pantalones y camisa, ellos; vestido, ellas) que luego se ha extendido entre gran parte de la población, sobre todo masculina.
Cabe precisar que el idioma de Camões fue lingua franca en la isla de Ceilán durante la ocupación ibérica (de 1505 a 1658) y holandesa (cuya penetración empieza, no casualmente, en 1640 y se extiende hasta 1802). Y sólo cedió terreno frente al inglés en el siglo XIX. Siglos antes, los musulmanes habían adoptado el tamil (también hablado por los hindúes isleños). Así pues, los holandeses, aunque reprimieron el catolicismo, terminaron adoptando la lengua de los portugueses. Aunque es igualmente correcto decir que la lengua portuguesa se adoptó a los neerlandeses: su gramática quedó irreparablemente trastocada. Por otro lado, la tolerancia holandesa con los judíos habría brindado refugio a marranos portugueses, según algunas fuentes.
El último censo de Sri Lanka, en 1981, antes de la guerra civil, daba una cifra de unos treinta mil burghers. "Ahora debemos ser entre diez mil y veinte mil", estima Frederick Sellers, de la asociación de burghers de Batticaloa, ciudad que acoge a casi tres mil de ellos. Cuando el inglés dejó de ser lengua oficial en 1956, en beneficio del cingalés –pero no del tamil, cosa que ha costado más de cien mil muertos– se asestó un duro golpe a los burghers, hasta entonces profesionales y funcionarios. Desde entonces, han experimentado una pérdida de relieve económico –hasta situarse por debajo de la media nacional- sala de espera de la asimilación total.
Hasta bien entrado el siglo XIX, todos los burghers (de origen portugués y holandés, aunque sucesivamente mestizados con nativas tamiles y cingalesas) hablaban criollo portugués. Pero hoy en día los que se identifican a sí mismos como "portugueses" son un subgrupo minúsculo, dentro del conjunto igualmente menguante de los burghers, que adoptaron masivamente el inglés durante el dominio británico. Y eso que en 1833, los británicos reconocieron su especificidad y les concedieron una autonomía. Aunque en algunos casos su piel sea tan oscura como la de un cingalés, la religión cristiana y, sobre todo, los apellidos (Dinis, Oudskorn, Martin, etc…) delatan a los burghers. Hasta hace poco, también el contraste de su indumentaria europea (pantalones y camisa, ellos; vestido, ellas) que luego se ha extendido entre gran parte de la población, sobre todo masculina.
Cabe precisar que el idioma de Camões fue lingua franca en la isla de Ceilán durante la ocupación ibérica (de 1505 a 1658) y holandesa (cuya penetración empieza, no casualmente, en 1640 y se extiende hasta 1802). Y sólo cedió terreno frente al inglés en el siglo XIX. Siglos antes, los musulmanes habían adoptado el tamil (también hablado por los hindúes isleños). Así pues, los holandeses, aunque reprimieron el catolicismo, terminaron adoptando la lengua de los portugueses. Aunque es igualmente correcto decir que la lengua portuguesa se adoptó a los neerlandeses: su gramática quedó irreparablemente trastocada. Por otro lado, la tolerancia holandesa con los judíos habría brindado refugio a marranos portugueses, según algunas fuentes.
El último censo de Sri Lanka, en 1981, antes de la guerra civil, daba una cifra de unos treinta mil burghers. "Ahora debemos ser entre diez mil y veinte mil", estima Frederick Sellers, de la asociación de burghers de Batticaloa, ciudad que acoge a casi tres mil de ellos. Cuando el inglés dejó de ser lengua oficial en 1956, en beneficio del cingalés –pero no del tamil, cosa que ha costado más de cien mil muertos– se asestó un duro golpe a los burghers, hasta entonces profesionales y funcionarios. Desde entonces, han experimentado una pérdida de relieve económico –hasta situarse por debajo de la media nacional- sala de espera de la asimilación total.
KANDI - CAPITAL CULTURAL DE SRI LANKA
El progreso ha pasado de largo en Batticaloa. Controlada por el ejército durante los veinticinco años de guerra civil -aunque rodeada de territorio guerrillero de los Tigres Tamiles hasta hace apenas tres- el aislamiento de Colombo (ahora a nueve horas en tren) y del resto del país hasta puede haber prolongado la agonía del criollo (si descontamos el efecto negativo del exilio). Pero el golpe de gracia para el portugués en Ceilán tiene fecha concreta, diciembre de 2004, y nombre japonés: tsunami. Aun siendo una catástrofe para todos los esrilanqueses de zonas costeras, para los burghers supuso la devastación de su vecindario tradicional y los dispersó para siempre.
Aunque el país fue rebautizado como Sri Lanka en 1972, los burghers le siguen llamando, como hace quinientos años, Ceilão (pronunciado Silum). "Antes vivíamos todos en Dutch Bar, junto al agua, pero el tsunami destruyó todo aquello y ahora nos hemos diseminado", explica Irene, la esposa de Ockersz. "No sé cuanta gente murió en Batticaloa, pero entre nuestra gente, los portugueses, hubo 112 muertos". "Le escribí una carta al embajador de Portugal en India en aquel entonces, pero nunca recibí respuesta", se lamenta el señor Ockersz, que acaba de cumplir setenta años. Todo esto me lo cuentan en inglés, que se ha convertido en la única lengua familiar desde hace muy poco –también dominan el tamil. "La lengua estuvo viva en esta casa mientras vivió mi madre –explica Irene- que nunca habló otra cosa con los demás burghers, pero murió hace seis años. Ahora sólo lo hablamos fuera, cuando no queremos que nos entiendan".
Cuando les hablo en portugués me observan como loros y sonríen maravillados cuando reconocen las palabras, como si surgieran de la noche de los tiempos. "Nos cuesta el acento",admiten. Pero al nombrar lo que nos rodea, pronto nos percatamos de que usamos los mismos términos: "Janela, mesa, cadeira, colher, cabeça, pescoço, olho, colher, pé., ".
Por mucho que a menudo se comen la última vocal. La lengua es una estatua sumergida a la que se le incrustan crustáceos y que pierde, literalmente, extremidades, matices, fonemas. Mano debería ser "mão" pero es "man". Pero brazo… me informan, también es "man". El matrimonio Ockarsz tiene una hija deficiente que no pierde detalle de la conversación. Ella no habla, pero su abuela, con la que pasaba tantas horas, le hablaba en criollo. (Ellos, por cierto, emplean el verbo "papiar", reservando para "falar" el sentido de "dar un recado").
A las nueve de la noche Batticaloa es la boca del lobo. Y son las diez. A pesar de que me enseñan un libro tradicional de recetas burghers –y hasta tesis doctorales sobre su comunidad- la comida que me sirven es tamil –como la cocinera- y sencilla. "Arroz, peixe", repetimos, ellos y yo. "Para lavar as mãos?", pregunto. "There", me indican. Señalo la vitrina. "Santo António?". "Santo António!".
Es burgher todo aquel cuyo padre lo sea. Con el tiempo, los burghers se han mezclado tanto que, aún conservando sus apellidos portugueses u holandeses, la diferencia física con el resto de los esrilanqueses se ha atenuado. Algunos, como Brito Roseiro (escrito, creo recordar, Rosayro), son casi mediterráneos, de cabello ondulado. Me habían dicho que el señor Roseiro hablaba portugués, por lo que me desconcierta cuando, al teléfono, propone quedar "domani mattina". "Amanhã de manhã?", replico. Me brinda la explicación frente a una cerveza Lions. "Lavoro in Italia". "Trabalho?". "Sim, trabalho". El criollo portugués permitió a este esrilanqués familiarizarse con el italiano en tres meses, según asegura, pero el resultado ha sido, rizando el rizo, un criollo italo-luso.
Por influencia del neerlandés, el criollo portugués ha dejado de conjugar los verbos. Y por influencia del tamil, parece, marca el pasado o el futuro con un prefijo. "Las palabras son portuguesas, pero la gramática no", aclara Brito. Efectivamente, la influencia del neerlandés es evidente en el genitivo. "Nosotros decimos "minha irmanse marido"", me cuenta Brito. "¿cómo es en Portugal?". "O marido de minha irmã", le respondo. "Y también meu cunhado". "Yes, cunhado", replica. Bonita síntesis, los burghers, al pan, brood., y al vino, vinho.
Los adjetivos o los participios, no tienen masculino o femenino, sino una terminación única, que suena como la vocal neutra catalana y que convierte "bonito" y "bonita" en palabras homófonas. Brito tiene un concesionario Honda. No debe ser un mal negocio, aunque el coche que más se ve en Batticoloa, flamante y por decenas, es el Toyota Cruiser blanco de Naciones Unidas. Otras muchas ONG de todo el mundo –aquí los desplazados del tsunami se añadieron a los de la guerra civil- exhiben sus todoterrenos. Son, lamentablemente, los únicos visitantes extranjeros.
Es Brito Roseiro, bastante blanco y de cabello ondulado –luego me informarán de su alivio al no tener que pagar más el impuesto revolucionario a los derrotados Tigres Tamiles- quien me conduce a casa de los Ockersz, ya que Irene Ockersz es su hermana. El matrimonio está bien documentado, aunque a lo largo de toda su vida pueden contar con los dedos de una mano las veces que se han comunicado su "lengua secreta" con extranjeros. Pero saben que además de Trincomalí, en Puttulam hay algunos individuos que hablan (y sobre todo hablaban, ahora más bien lo cantan) portugués. Son los cafrinhas, negroides africanos con algo de mezcla europea y nativa. "Hace muchos años vino uno a Batticaloa. Hablaba muy buen portugués. Se casó con una mujer de aquí". me informa la señora Irene, que, de paso, deja caer que tiene una sobrina a la espera de proposiciones matrimoniales.
Irene también recuerda como en los años cincuenta, aterrizó en Batticaloa un cura portugués -seguramente llegado de Goa- con una imagen de la virgen de Fátima. "Todos los portugueses fuimos a la misa y dijimos las oraciones en portugués, cosa que entonces ya era rara, aunque mi madre rezó en portugués hasta que murió. Fue muy bonito", recuerda. Y luego me pregunta como van vestidas las mujeres de Goa. Se muestra satisfecha al conocer que las auténticas goanesas –a diferencia de Ceilán, Goa estuvo bajo control colonial portugués hasta 1961- visten de un modo muy parecido al suyo. Ahora recuerda que unas décadas después también llegaron del aire unos empleados de la TAP (compañía aérea portuguesa), expresamente para pasar unas horas con aquellos primos tan y tan lejanos. Los llevaron a ver a la burgher más vieja. Y cuando consiguieron identificar su forma de romper el hielo, algo así como "Está um bom luar", dieron por bueno el fatigoso viaje relámpago. Luego, durante veinticinco años, la guerra civil, con los Tigres Tamiles a las puertas, ha actuado de tapón con el mundo exterior. Sólo el año pasado volvió a aventurarse de nuevo un portugués a preguntar por los burghers.
Frederick Sellar, de la Asociación Burgher de Batticaloa, ya no habla el criollo portugués, aunque lo entiende. "Lo hablan el 10%, de los 3.000 o 4.000 burghers que vivimos en Batticaloa", me explica En toda la provincia del mismo nombre residen más de medio millón de personas (veinte millones en toda la isla). "Todos somos católicos", destaca. De hecho, para verlo tengo que ir a la casa del obispo, donde también encuentro a un cura de Trincomalí (Trancomar, para los 'portugueses'), la otra ciudad con una comunidad lusófona, bastante menor.
Frederick, que podría ser un contable de la Baixa excesivamente bronceado, me canta en portugués y simultáneamente, sin que haga apenas falta, traduce al inglés. Es una canción de boda, "Amor de fala", que todavía corean en sus casamientos y que yo entendí así: "Pobreza minha vida bateu. / Rua não é larga / minha morte para levar. / Minha junto vai morrer / pela pobreza largar./ Minha morte para bailar / meu coração padeceu. / Tem este dia nossa alegría, / meu amor para bailar".
Junto a él, un sacerdote joven, el padre Johnathan, burgher de Trincomalí, aporta datos sobre la comunidad "portuguesa". Con la lengua en vías de extinción, los burghers se agarran a otros señales de identidad. "Somos carpinteros, ebanistas, mecánicos…", explica acerca de sus profesiones típicas. Y como también hay bastantes católicos entre los tamiles, la religión no basta para identificarse. "En nuestras bodas siempre hay un violín, y en ellas se canta -en portugués-, se baila, se bebe, se come, también cerdo y ternera, y se corta el pastel", cuenta Nada que ver con las demás bodas del pueblo. Asimismo, al saludar a familiares, los burghers se besan en la mejilla, algo que descoloca a los pudibundos tamiles y cingaleses.
El cura Johnathan cuenta como el otro día, el ejército cingalés le obligó a colgar una bandera de Sri Lanka en la iglesia, pagada de su bolsillo, para celebrar la derrota de los Tigres Tamiles (que siguen agazapados en la misma Batticaloa). No les puede tener mucha simpatía. Una ráfaga indiscriminada del ejército mató a su hermano, un niño, mientras estaba en el interior de su casa, en Trincomalí, en 1986.
El último censo, de 1981, habla de 30.000 burghers, pero la asociación baraja una cifra entre diez mil y veinte mil. "Muchos se han mezclado tanto que ya no podemos llamarlos burghers", advierte Frederick. Sólo uno de los tres hijos del matrimonio Ockersz -todos en Colombo tras estudiar en la escuela cingalesa de Batticaloa, cuyo cierre luego forzarían los Tigres Tamiles- se ha casado con otro miembro de la comunidad burgher. Frederick encoge los hombres, quitando hierro: "Dentro de cincuenta años no quedará ningún burgher en Sri Lanka". De todos modos, las canciones para funerales ya las olvidaron hace un par de generaciones.
Aun así, también ellos me hablan de unas pocas familias que todavía hablan el criollo con sus niños. Pero el tiempo se echa encima.
Por Jordi Joan Baños en LA VANGUARDIA
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