En el minúsculo aeropuerto de la capital, Phnom Penh, los trámites de entrada son largos y el trabajo se reparte entre muchos que siempre culminan sus preguntas con una sonrisa: hay necesidad y el 50% de la población es menor de 15 años. A orillas del río Tonlé Sap, algunos dormitan sobre su moto o su tuk-tuk (motocarros) y los carritos ambulantes ofrecen cucarachas fritas. Dicen que saben a frutos secos. En la habitación del hotel Bougainvillier, una nota prohíbe subir a menores camboyanos. Estamos en Sisowath Quay, junto al célebre FCC (Foreign Correspondent's Club), un bonito edificio colonial que en tiempos difíciles concentraba a los periodistas extranjeros. Su terraza abierta al río aún guarda ese viejo sabor a whisky y teletipo. Otra copa sabe, en el Elsewhere, a oasis imposible: un estanque iluminado, balancines acolchados, ningún cliente camboyano.
A diferencia de las grandes urbes del sureste asiático, en Phnom Penh, que llegó a ser considerada por los franceses la ciudad más hermosa de Indochina, no hay rascacielos, sino casonas coloniales en ruinas, algún sencillo edificio de apartamentos y un caótico entramado de casas modestas o miserables. Cientos de motos serpentean por calles sin asfaltar cargando familias enteras, bultos y animales. Cuando nos dirigimos a Wat Phnom, el templo más antiguo de la ciudad, los monjes budistas vuelven de su recorrido diario en busca de la caridad de otros pobres. Huele a flores, incienso, comida y humedad. Peluquerías que son un sillón al raso y un espejo, chavales que cortan bloques de hielo, tenderetes de zapatos usados. Tras una ojeada rápida a la Pagoda de Plata del Palacio Real, debemos elegir entre el Museo Nacional, con la mejor colección de arte jemer de Asia, o el Museo de Tuol Sleng y los Killing Fields de Choeung Ek. No sé si debo arrepentirme. En Tuol Sleng, la escuela que Pol Pot convirtió en centro de detención, tortura y muerte, ocupan ahora las aulas grandes paneles con las fotos que hacían a los prisioneros al ingresar: hombres, mujeres, ancianos, niños, bebés. Sus ojos de terror. Después, las calaveras amontonadas en los campos de la muerte, los huesos esparcidos por la hierba, las grandes fosas comunes. Ya se sueña con Angkor.
Nos dirigimos a Siem Reap en un taxi de lujo: cortinillas de raso y un aire acondicionado polar. Una carretera aceptable, arrozales de verde esplendoroso, riachuelos rojizos, chozas confundidas con la jungla. En el Angkor Village Resort duermo arrullada por el sonido de un gueco (pequeña salamandra) que vive en mi habitación. Buena suerte: come insectos. Y hay millones. A las seis de la mañana, por entre la bruma del amanecer y la belleza natural del entorno, llegamos en tuk-tuk al fabuloso conjunto arqueológico hinduista de Angkor, construido entre los siglos IX y XIV, que abarca una superficie de 250 kilómetros cuadrados y es desde 1992 patrimonio de la humanidad por la Unesco. Harán falta tres días para recorrer menos de la mitad: el imponente templo-montaña Angkor Wat; el espectacular Bayon; Ta Prom, el maravilloso reino de los árboles, que no pudo ser restaurado porque el bosque ha crecido entre sus muros, creando una simbiosis alucinada de ramas y raíces gigantescas que abrazan ninfas hindúes llamadas apsaras y leyendas talladas en las piedras; Preah Khan, donde el concierto de pájaros alcanza un indescriptible crescendo. Y, a 25 kilómetros, atravesando aldeas donde las niñas vendedoras nos protegen del diluvio, Banteay Srei, un templo en miniatura construido por mujeres que conserva exquisitos relieves. Hay tanta paz en estos templos que es difícil imaginar la guerra. Será más fácil de noche, en Bar Street, la calle donde se concentra la vida nocturna de la ciudad: los jóvenes ofrecen lo que sea; los niños solos duermen en la acera.
Para hacer el trayecto fluvial a Battambang, la segunda ciudad más grande de Camboya, podríamos haber cogido un ferry regular, pero contratamos la barcaza de un padre y un hijo, adolescente de pies palmípedos, que aseguraron conocer al dedillo el itinerario. Salimos del mísero embarcadero de Phnom Krom y enfilamos el lago Tonlé Sap atravesando las aldeas flotantes construidas por inmigrantes vietnamitas. Toda la vida discurre sobre el agua: niños en uniforme vuelven a remo del colegio; hombres y mujeres se desplazan en canoa. Alrededor de los pilotes de las casas crecen huertos lacustres y se elevan raros artilugios pesqueros construidos con palos. Pero en medio de la inmensidad del lago nos envuelve una tempestad huracanada. Estamos empapados, aterridos y perdidos. Sólo cuando sale de nuevo el sol conseguimos penetrar el cauce del Sangké; soldar una avería en un taller flotante; aceptar la invitación a entrar, a riesgo de caer al agua, en una casa flotante; hacer pis en el agujero, sobre el agua, de la letrina de una tienda flotante. Y ver cómo se nos echa la noche encima. Los televisores brillan en las chozas sin luz que salpican los márgenes del río. Diez horas después, el chaval nos confiesa la emoción de su primer viaje. Tampoco el padre había llegado antes hasta aquí.
De noche, Battambang, hasta hace muy poco la ciudad más peligrosa de Camboya, es oscura y silenciosa. El hotel La Villa, una casa colonial francesa en Phalauv 1, hará nuestras delicias con su perfecta mezcla entre pasado y rehabilitación y su cama gigante. En los alrededores hay templos de interés, como Phnom Banan y Phnom Sampeou, en la cima de una montaña que fue último bastión de los jemeres rojos. Aunque no está permitido, y no pasa de ser una atracción con aire de parque temático improvisado, negociamos un trayecto en el bambu train, plataforma de tablas de bambú, ruedas y un motor de coche con que los campesinos aprovechan las vías férreas en la profundidad de los campos. Cenamos en un karaoke de Phalauv 1 frecuentado por potentados y caciques de la zona y tomamos una copa en el Balcony, una agradable terraza sobre el río en la que sólo hay algún turista y una considerable comunidad de cooperantes internacionales. Después, la Sky Disco. Un cartel en la entrada prohíbe pasar con chanclas, cámaras, bombas, pistolas y cuchillos. Sin embargo la mayoría de gente entra con chanclas y cámaras. La pista está animadísima de jóvenes camboyanos de aspecto moderno, sonrientes, con muchas ganas de bailar y, probablemente, de olvidar lo que les ha reservado la historia.
Se puede comprobar visitando el Centro Arrupe, que el jesuita asturiano Kike Figaredo ha creado para acoger a niños pobres, la mayoría mutilados por minas antipersona. Pero el amor que se respira allí será el broche perfecto para despedir a un país que necesita apoyo y divisas a partes iguales. Y volver con una de sus sonrisas.
Texto de Ruth Toledano
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