

Y es que lo más admirable de estos templos donde triunfa la unión de lo más divino y lo más humano, más allá de «ese baile de coitos», como dijo Alberto Moravia, e incluso más allá de la naturalidad con la que los esculpieron, es que pudieran subsistir al paso del tiempo. Fruto de una dinastía que reinó durante cinco siglos, los chandelas sucumbieron al poderío mogol, el imperio que dominó la India desde el siglo XVI al XIX.

Con sus deidades hindúes en el interior, hoy los templos de Khajuraho perviven para deleite no sólo de sus esculturas, si bien se desconoce cuál era su próposito. Hay quien habla de que esos frisos sexuales eran la manera de aleccionar a los jóvenes brahmanes en las artes amatorias... Para otros, fue el capricho de un rey que los mandó erigir en honor de su madre, fecundada por un dios mientras se bañaba en un lago.
Para otros son una enseñanza universal: la manera de alcanzar el nirvana, o la unión del cielo y la tierra, de lo humano y lo divino... O bien la plasmación de la famosa obra de Vatsyayana, ese Kama Sutra del que muchos en la India alardean, pero que no han leído o no lo han entendido. Fueran lo que fueren, hoy estos templos profanos son patrimonio de la Humanidad, por su intrincada belleza y por representar naturalmente a la humanidad entera.
Pero fuera del recinto erótico-sagrado la otra vida sigue, allí se presenta la India real. Esa India monótona, verde, de saris que brillan mientras las mujeres que los llevan se matan trabajando en el campo, de niños y más niños con sus ojos enmarcados en khol, de vacas, gallos y perros. Es la India que vive superados los tópicos, donde las castas no son una anecdota sino una fuente. Porque no todos pueden beber la misma agua. Es también una India en la que el curioso es bienvenido en las casas, cuyas puertas minúsculas obligan a agacharse para honrar así a quien se visita y a uno mismo.
Escrito por Maria Fluxá en ocholeguas.
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