martes, 21 de octubre de 2008

EL DESIERTO VERDE DEL SUR DE MARRUECOS

Previa a la inmensidad del Sahara, antes de alcanzar su umbral, hay una zona de transición con un clima generoso. Unas planicies secas, desnudas y rocosas que conforman el sur de Marruecos, encajonadas entre los altos picos del Atlas y el famoso paraje de arenas finas. Lo llaman el Pre-Sahara. Y aunque no se ha cantado tanto su belleza, ofrece un peculiar atractivo: el de una aridez gradual que acaba fundiéndose, sin estridencias, en ese horizonte infinito de dunas y palmerales.

El Pre-Sahara comienza cuando se cruzan los montes Atlas hacia el Sur, dejando tras de sí la estela de un espacio estéril de roca y maleza. Una visión desoladora, sí, pero que ofrece a la vista el espectáculo cromático de la tierra; y al espíritu, la impagable sensación de hallarse en las antípodas del mundo. En esta vasta extensión que abarca los valles del Dadés, el Draá y el Tafilelt no existe más resto humano que el de las esporádicas ciudades fortificadas que van salpicando el camino, y que a veces pasan desapercibidas, confundidas con el tono rosáceo del paisaje. Son poblados bereberes a los que se denomina ksur.

A sus antiguos habitantes, especialmente dotados para el comercio y la artesanía, se deben estas bonitas ciudadelas de barro y adobe, a las que circunvalaron de altos muros y atalayas que en su día cumplieron una misión: la de proteger a sus sedentarios habitantes en las continuas trifulcas con los nómadas. Hoy muchas de estas fortalezas se encuentran despobladas, rendidas ante los embates que viene dando el desarrollo. Pero hay también quien se ha resistido a abandonarlas: pobladores empedernidos que practican un triste pastoreo y a los que puede verse, esporádicamente, rondando las inmediaciones de estas ciudades fantasma.

Porque tan sólo cuando la lluvia cae copiosa y forma un lecho natural de agua, crece algo de vegetación en su entorno y se mantienen vivas las cosechas. Y esto sucede bien poco, aunque siempre con mayor frecuencia que en Sahara.

Tras atravesar el puerto del Tzi-n-Tichka (2.260 metros) y la kasba de Ait-Benhaddou se llega a Ouarzazate, atractiva ciudad de casas deliberadamente alineadas, y típico punto de partida hacia la aventura saharaui. Una villa que, pese a su encanto, bien pudiera haber pasado desapercibida de no ser por el ojo avizor de Hollywood, que vio en ella un jugoso filón para sus producciones de cine: entre otros muchos directores, David Lean rodó en sus inmediaciones la mítica Lawrence de Arabia.

Dirección sur, pasados 60 kilómetros, llega la primera sorpresa: la sobrecogedora ciudadela roja de Agdz, donde, entre adelfas y palmerales, el Valle del Drâa muestra por primera vez el río de su mismo nombre. A partir de aquí, este delgadísimo hilo de agua se abrirá paso entre los montes hasta perderse en el desierto, aunque a veces sólo deje el rastro de un lecho arenoso de grava. Por algo a este río hoy se le llama fantasma. Y con todo, es el más largo de Marruecos.

Las profundas gargantas del Todra y del Dadés merecen dos largos desvíos. Después irrumpirá Zagora con su afamado cartel de entrada: Tombuctú: 52 días, referencia a aquellos tiempos en los que las caravanas de camellos tardaban casi dos meses hasta arribar a Malí. Hoy Zagora es un centro de gran infraestructura hotelera, con un impactante oasis de cerca de 30 kilómetros. Esto y su fortaleza en ruinas, construida por los almorávides, la convierte en la más célebre de las ciudades presaharianas, donde la piel de sus habitantes es cada vez más oscura debido a que son descendientes de esclavos traídos de Sudán.

Desde sus imponentes hoteles, auténticas reminiscencias del Africa más profunda, se organizan excursiones a M'hamid, la llamada puerta del desierto. Es el comienzo de la aventura, a lomos de dromedarios y en vehículos todo terreno. O en el propio coche, si uno se atreve, siempre con la compañía del algún bereber, uno de esos hombres de tez morena y turbante azul que se cruzan en el camino solicitando auto-stop. Conste que son los mejores guías en la planicie interminable porque solamente ellos saben torear las arenas.

M'hamid, que está a 90 kilómetros de Zagora, permite conocer de cerca aquella cultura nómada que tiende a desaparecer. Pronto comenzarán a elevarse los montículos de este océano seco que, adentrándose hacia el sudeste desembocará en Merzouga, a donde también puede accederse desde Erfoud por la carretera del Borj. Emergerá entonces el Erg Chebi, un campo de dunas de 40 kilómetros de extensión. Desde cualquiera de sus cimas ya todo lo que se contempla es arena. Comienza aquí el desierto más grande del mundo.
Escrito por Noelia Ferreiro en Ocholeguas

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